jueves, 26 de septiembre de 2013

El Éxodo 3 - Yahvé, el que Es

La imagen de Dios


Cuando Moisés desciende del monte sagrado tras pasar cuarenta días en oración, recibiendo la ley divina, se encuentra con que el pueblo se ha cansado de esperar. Bajo la dirección de Aarón, los artesanos han forjado un becerro de oro como imagen de Dios y todos le están rindiendo homenaje entre festejos y algazara.

Moisés se enfurece, tanto, que rompe las tablas en las que inscribió la Ley. Y después exige lealtad a Dios. El pueblo se divide en dos bandos y se produce una matanza. Finalmente, Moisés ordena destruir el becerro, castiga al pueblo haciéndole beber agua con sus cenizas y vuelve a grabar la Ley en unas nuevas tablas que, esta vez, todos aceptan, con arrepentimiento.

De nuevo nos encontramos con un episodio violento, contradictorio y de difícil aceptación para el lector de hoy. En primer lugar, por su intolerancia. En segundo lugar porque, ¿no es natural que el hombre busque una imagen o un símbolo palpable para adorar a la divinidad? Este Dios sin rostro, sin cuerpo, sin representaciones físicas, ¿no resulta demasiado lejano y abstracto?

Nos encontramos con otro relato simbólico que quiere transmitir una enseñanza. J. L. Ska explica que el verdadero conflicto detrás del becerro de oro está en la concepción de Dios. Fijar a Dios en una imagen visible es condicionarlo y, de alguna manera, poseerlo y manipularlo. Se trata de una visión de Dios estática y, por tanto, limitada. El Dios que no puede ser representado encarna una concepción de Dios dinámica. Dios siempre tiene salidas inesperadas. No es un ídolo, ligado a una imagen o a un lugar, sino una persona viva que decide libremente. El pueblo no debe adorar un ídolo, debe recordar una historia y una misión cuya actualidad es permanente.

En este episodio también podemos leer la lucha entre dos tendencias que desgarraron el pueblo israelita durante siglos: la de adoptar los dioses cananeos y sus ritos agrarios y la de permanecer fieles al Dios único y trascendente. Algunos autores hablan de una guerra civil religiosa en el mismo seno de la comunidad israelita, en la cual prevaleció, finalmente, la fe en Yahvé.

Pero, ahora, veamos quién es este Dios.

El Dios de los padres


La fe en un solo Dios, personal, que acompaña y protege, se fue forjando a lo largo de los siglos, tomando elementos de las otras religiones del entorno. En el Éxodo se nos presenta oficialmente a Dios: la teofanía ante  Moisés, en la zarza ardiente (Éxodo, 3).

Y, ¿cómo se presenta Dios? Con palabras y expresiones enigmáticas que pueden encerrar muchos significados. El texto hebreo original posee una riqueza y juega con los conceptos y la fonética de una manera que nuestras traducciones no pueden captar.

Al ver Yahvé que dejaba el camino para mirar, Dios lo llamó desde la zarza: ¡Moisés, Moisés! Él respondió: Aquí me tienes. Dijo: No te acerques. Descálzate, porque el lugar que pisas es tierra sagrada. Y añadió: Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. Moisés se cubrió la cara, porque no osaba mirar a Dios. (Éx 3, 4-6)

En primer lugar, Dios se presenta como el Dios de los padres, de Abraham, Isaac y Jacob. Evidentemente, esta frase enlaza con la tradición patriarcal y nos viene a decir que es la divinidad en la que han creído los antepasados del pueblo. No es un extraño; siempre ha estado con ellos. Con esto, el autor quiere recalcar una continuidad y un arraigo muy antiguo de la fe en Dios.

Entonces Dios dijo: He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto y he oído el clamor por sus capataces. He escuchado su dolor. Bajaré, pues, para liberarlo de las manos de los egipcios y hacerlo subir desde ese país a una tierra buena y amplia, una tierra que mana leche y miel, el lugar de los cananeos, los hititas, los amorreos, los fereceos, los heveos y los jebuseos. Ahora que el clamor de los israelitas ha llegado hasta mí, y he visto la opresión con que los tratan en Egipto, yo te envío al faraón para que hagas salir de Egipto a mi pueblo, los israelitas. (Ex 3, 7-10)

En segundo lugar, ya vemos que este Dios es activo. Los biblistas remarcan los verbos de este párrafo: ver, escuchar, bajar, liberar, hacer subir… Dios no es un ser lejano e impasible ante el sufrimiento humano. Se hace cargo del dolor de su pueblo. Escucha. Y actúa. Pero, ¿cómo? Enviando a un hombre: «Yo te envío al faraón…». Dios actúa con manos humanas.

Y esto es importante: todo encuentro, toda manifestación de Dios, va acompañada de una misión. Es más que una experiencia mística o una revelación, es una llamada. De nuevo nos encontramos aquí con la imagen dinámica de Dios.

Como humano falible y asustado, Moisés pone objeciones. ¿Quién es él para ir a los israelitas y al faraón? No tiene autoridad, no tiene poder, es un desconocido, no le creerán, ni siquiera sabe hablar bien, protesta. Dios va replicando a todas las objeciones, primero con paciencia, al final con irritación un tanto humana. Moisés no necesita preocuparse: Dios estará con él y le dará la fuerza, la autoridad, el apoyo necesario y la compañía de su hermano Aarón, buen orador, para que cumpla su misión con éxito (ver las objeciones y las respuestas de Dios en Éx 3, 11-22 y 4, 1-17).

Yahvé, El que Es


Moisés dijo entonces a Dios: Está bien. Voy a encontrar a los israelitas y les digo: El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros. Pero, si me preguntan cuál es su nombre, ¿qué les responderé? Entonces Dios dijo a Moisés: Yo soy el que soy. Y añadió: Así hablarás a los israelitas: Yo soy me ha enviado a vosotros. Dios dijo aún a Moisés: Así hablarás a los israelitas: Yahvé, el Dios de vuestros padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob, me ha enviado a vosotros. Este es mi nombre para siempre… (Éx 3, 13-15).

Hemos visto que en la respuesta de Dios hay una continuidad: es el Dios de los padres… Pero también hay una novedad. En este fragmento aparece el misterio del nombre de Dios. Antes de profundizar en el texto hay que recordar que el nombre, en las culturas antiguas, expresa la realidad de la persona. Saber el nombre de alguien significa en cierto modo poseer, tener la capacidad para influir o dominar a esa persona.  Dar el nombre no es algo baladí.

Y Dios parece que esquiva la respuesta. ¿Qué podemos decir de este Yo soy el que soy?

Los biblistas dan varias explicaciones (recogidas por Rafael de Sivatte):
  • Evasiva: Dios no da su nombre, pues no será manipulado ni dominado por nadie.
  • Ontológica: soy el que es por sí mismo, sin necesidad de nadie.
  • Causativa: soy el que causa la existencia de todos los seres. Esto vendría a raíz de una traducción más ajustada de la expresión hebrea: yo soy el que resulta ser.
  • Salvífica: estoy en la historia para salvar. Estaré contigo.
  • Escatológica: estaré siempre presente en la historia.


Se sabe que los nómadas de Arabia en ciertas regiones veneraban a un dios local llamado Yahu, algo así como el espíritu de la vida, y una teoría muy atractiva explica que de ese nombre pudo derivarse Yahvé. Según esta teoría, los autores bíblicos, muy dados a los juegos de palabras, utilizaron las letras de Yahu para identificarlas con la expresión Yahwe asher yahwe, «él es el que es» o «el que resulta ser» y así darle un sentido ontológico y profundo al nombre.

Sea como sea, es a partir del éxodo que Yahvé recibe este nombre. Nombre que los hebreos no podían pronunciar, por ser tan santo. En su lugar, utilizaban el término Adonai, el Señor.

Tres teorías


Los estudiosos han intentado explicar el nacimiento de esta fe en Yahvé de muchas maneras. Algunas teorías ya las hemos visto. Resumiendo, las principales son tres líneas:
  • La teoría evolucionista: el Dios de Israel es una evolución depurada de los dioses cananeos, como El y Baal. Ventajas: explica las similitudes entre estos y la imagen de Dios, sus nombres (El Shaddai, El Roí, El Olam, El Elyon…), sus atributos y su culto (descentralizado, en santuarios elevados) reflejados en muchos pasajes bíblicos.
  • La teoría revolucionaria de Kaufmann: el Dios de Israel supone una ruptura con las religiones de su entorno, por su concepción radicalmente distinta de la divinidad y su relación con el hombre. Ventajas: explica muy bien las diferencias sustanciales entre la fe de Israel y la de los pueblos vecinos.
  • Como las dos anteriores teorías no agotan ni explican de forma concluyente el origen del monoteísmo yahvista, Mark S. Smith y otros autores abrieron una tercera vía, la de la convergencia-diferenciación. El Dios Yahvé procede de alguna región al sur de Judá y se integra con los dioses y el culto cananeos en un proceso de convergencia. A partir de cierto momento, algunos grupos ―israelitas― rechazan esta convergencia y buscan la diferenciación, la unicidad de Yahvé y su exclusividad. Ambas tendencias vivieron una larga pugna y, finalmente, la corriente yahvista prevaleció.

Esta última teoría recoge lo más sólido de las dos anteriores y explica tanto las similitudes como las diferencias entre Dios-Yahvé y los dioses cananeos, así como el debate interno que también se refleja en la Biblia entre la religiosidad cananea y el yahvismo.

Pero… ¿cuál es el origen de todo esto?


Ahora bien, lo fascinante quizás no sea tanto lo que ocurrió, sino intentar averiguar por qué y cómo sucedió. ¿Por qué este grupo de fieles creyentes en Yahvé no se asimiló totalmente con los cananeos? ¿Qué le hizo conservar su fe? ¿De dónde nació la experiencia que dio a luz a la creencia firme en Yahvé, El que Es? ¿Fue simple orgullo de casta, una tradición, una cuestión de poder político? ¿O hubo en su origen una vivencia real, auténticamente liberadora, hondamente arraigada en la memoria de la comunidad?

Si trazamos un paralelo con el Nuevo Testamento quizás podamos atisbar algo más. Así como el Antiguo se estructura en torno a un anuncio liberador ―Dios nos sacó de Egipto y nos llevó a la tierra― el Nuevo también se desarrolla a partir de otro anuncio, no menos asombroso y también liberador ―Jesús es el Hijo de Dios, murió a manos de los hombres y ha resucitado―. En el Nuevo Testamento, cuyo contexto y personajes están bien documentados, todo comienza a partir de la experiencia de un grupo de discípulos en sus encuentros con Jesús vivo tras la muerte. Tanto si el lector cree o no en la resurrección de Cristo, es innegable que los apóstoles pasaron por una vivencia hondísima que los marcó de forma indeleble, cambió sus vidas, los lanzó a predicar el evangelio y giró el rumbo de la historia. El Nuevo Testamento es el relato de esa noticia.

Pues bien, ¿por qué no pensar que el anuncio del Antiguo Testamento esté basado en otro hecho real? Fuera o no la liberación de Egipto, o fuera algún hecho mucho más modesto que lo narrado por la épica bíblica, algo tuvo que ocurrir a alguien para que una revolución religiosa y cultural de tal calibre diera comienzo. Y ese algo se nos relata como una de las más bellas experiencias místicas recogidas en la literatura: en forma de voz que habla desde una zarza ardiendo…


Un anuncio, una noticia, un hecho que se escapa a los planes humanos y que manifiesta la acción de Dios en la historia, se convierte en el detonante de un gran relato que se convierte en símbolo del camino de todo hombre, de toda mujer, en búsqueda de sí mismo y abierto a la sorpresa del encuentro con el Ser trascendente.

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