sábado, 6 de septiembre de 2014

Arqueología bíblica

La arqueología es una disciplina que apasiona a profesionales y a aficionados. Pocas ramas de la investigación están envueltas en tanto romanticismo y literatura. Desenterrar ruinas del pasado es como excavar en el pozo de la conciencia colectiva de la humanidad, de algún modo es como ahondar en el conocimiento de nosotros mismos.

La arqueología tiene su prehistoria. Desde la antigüedad, Egipto ha fascinado y ha resultado atrayente por su cultura refinada. El mercado negro de antigüedades egipcias siempre ha sido muy activo; incluso se pensaba, antaño, que las reliquias egipcias tenían propiedades mágicas o curativas. Italia, por su rico patrimonio, ha sido otra cuna de la arqueología. Sobre todo a partir del Renacimiento, papas, nobles y personajes adinerados se aficionaron a coleccionar estatuas y otras antigüedades, encontradas a partir de obras o de excavaciones deliberadas. Otro lugar atractivo para viajeros y amantes de lo antiguo ha sido Mesopotamia ―los modernos Irán e Iraq― donde los arqueólogos han desenterrado las imponentes ciudades y monumentos de los imperios babilónico, asirio y persa. El Egeo y Grecia son otra diana de arqueólogos, por su relevancia histórica en Occidente. La aventura de Schliemann y su descubrimiento de Troya y Micenas han marcado un hito en la arqueología moderna. Por último, Tierra Santa, o Palestina, es otra meca de arqueólogos e investigadores. Durante unas décadas, sobre todo en la primera mitad del siglo XX, floreció la llamada arqueología bíblica, impulsada por investigadores célebres como Petrie, Albright, Wright y Kenyon.  

El aliciente para muchos estudiosos era comprobar hasta qué punto la arqueología confirmaba los relatos de la Biblia, y viceversa: del mismo modo que Schliemann descubrió Troya Ilíada en mano, la Biblia podía ser una buena guía para identificar los yacimientos arqueológicos.

Este enfoque fue duramente criticado y abandonado a partir de los 80, en buena parte debido a que los hallazgos y su estudio minucioso con métodos científicos no confirmaban, precisamente, lo que narra la Biblia. Los arqueólogos, encabezados por el profesor W. G. Dever de Arizona, reclamaron la independencia de su disciplina e incluso propusieron eliminar el concepto de “arqueología bíblica”. Por otra parte, la crítica histórica en el estudio de la Biblia también condujo a considerar que todos los relatos bíblicos eran alegorías con un claro sesgo religioso. Por tanto, la mayor parte de hechos narrados en la Biblia no podían considerarse más que invenciones con una finalidad pedagógica.

Después de una etapa de suspicacias y alejamiento, las posiciones actuales, tanto de la arqueología como de los estudios bíblicos, son más equilibradas y conciliadoras. Se reconoce la autonomía de ambas disciplinas: una cosa es la arqueología y sus métodos y otra la exégesis bíblica. Pero al mismo tiempo se admite que pueden apoyarse y dialogar. La Biblia puede arrojar pistas valiosas a la hora de interpretar los hallazgos arqueológicos. Y, de la misma manera, la arqueología ayuda a comprender el contexto histórico real de los hechos narrados en la Biblia, con lo cual aporta una visión más completa para poder interpretar los escritos y su intención.

¿Qué nos dice la arqueología de los antiguos israelitas?

La conquista de la Tierra Prometida se ha cernido como telón de fondo a la hora de datar e interpretar muchos hallazgos en Palestina. Se han excavado numerosos tells o colinas donde se han desenterrado ciudades que aparecen en la Biblia. Se han descubierto restos de destrucción y de abandono en algunas. Sin embargo, a la hora de datar las ruinas han surgido los problemas. Si se tienen en cuenta la Biblia, las fuentes históricas y los hallazgos arqueológicos no siempre es fácil encajar todos los datos. Por ejemplo, se han encontrado tres ciudades que los investigadores han identificado con las bíblicas Jericó, Ay y Jasor. Según el libro de Josué, las tres fueron destruidas por los israelitas, y ciertamente los arqueólogos han confirmado su destrucción violenta, pero en fechas anteriores a las que se consideran más plausibles para el asentamiento de los israelitas en el antiguo Canaán. Si el éxodo, como parece, se produjo hacia el 1250 a.C., en esa época Jericó y Ay ya habían sido arrasadas y estaban deshabitadas. Jasor, en cambio, resulta interesante, porque en sus restos se evidencia una devastación total, con fuego intenso, y la mutilación de estatuas de dioses, algo que, en las fuentes literarias antiguas, solo se registra en la Biblia. El libro de Samuel habla de hechos similares, y todo parece indicar que en Jasor se produjo lo que podría corresponder al herem o exterminio religioso decretado por Yahvé en los relatos bíblicos.

Otro detalle problemático es que, normalmente, cuando un pueblo invade a otro y destruye sus ciudades, los restos arqueológicos evidencian algún cambio de cultura, ya sea en la cerámica, los enterramientos, las herramientas, etc. Este cambio no se ha detectado en las excavaciones palestinas.  Tampoco parece realista asumir que un puñado de esclavos fugados de Egipto, errantes durante años por el desierto, tuviera la potencia para armar un ejército impresionante, como lo narra el libro de Josué, y arrasara todo un territorio. Las fuentes históricas no bíblicas guardan un completo silencio respecto a la presunta campaña de conquista de Josué.

La misma Biblia sugiere que la conquista fue gradual, lenta y no completa. Los israelitas se mezclaron con la población local, convivieron con otros pueblos ―cananeos, amorreos, hititas, jebuseos, moabitas…― y fueron asentándose de forma más o menos pacífica en el territorio, a lo largo de un periodo prolongado de tiempo. No fue hasta los tiempos de la monarquía, bajo David, cuando Israel conquistó prácticamente todo el territorio y sometió a los pueblos vecinos. 


Hay otro dato interesante: el hallazgo en las zonas montañosas de Israel y Transjordania de numerosos yacimientos de la Edad del Hierro, es decir, asentamientos humanos a partir del siglo XIII y XII, no anteriores. Esto demuestra que fueron grupos que se asentaron en la región a partir de finales de la Edad de Bronce. Los yacimientos muestran pequeñas aldeas diseminadas, algunas de ellas circulares, como los campamentos nómadas. Las viviendas son pequeñas y cuadradas, con cuatro habitaciones, y responden al modelo que los estudiosos han llamado “casa israelita”, con corral-almacén y cocina en la planta baja y vivienda-dormitorio en el piso de arriba. Los restos de alimentos, curiosamente, muestran huesos de ovejas y cabras, propios de una cultura pastoril, pero no de cerdo.  Finkelstein y otros arqueólogos afirman que estas aldeas son una prueba del asentamiento progresivo de pueblos nómadas o seminómadas, posiblemente los primeros israelitas, en Canaán. 

En la foto: vista aérea de las ruinas de Siquem, centro neurálgico de las tribus israelitas y sede del templo de Baal-Berit, o Dios de la Alianza.