jueves, 19 de septiembre de 2013

El Éxodo 2 - La liberación

La historia del Éxodo


Dos hitos marcan el nacimiento del pueblo de Israel: la salida de Egipto ―el éxodo―y la alianza en el monte sagrado.

En la salida se incluye la historia de Moisés, el relato de su vocación, su presentación ante los suyos y ante el faraón y los prodigios que Dios obra ante el rey egipcio para que éste deje salir al pueblo. Estos prodigios son de tipo mágico (ante los sacerdotes) y de tipo natural (las plagas).

La Biblia y la religión hebrea tienden a rechazar la magia y los portentos. La intención de los autores bíblicos no es presentarnos a un Dios mago o milagrero. Los prodigios y las plagas son señales de su divinidad: indican que su poder es superior a la magia humana ―equiparada a superchería― y también a las fuerzas de la naturaleza ―divinizadas en otras religiones―.

En el acto liberador hay dos factores clave: el primero es la voluntad de Dios de sacar a su pueblo de Egipto y llevarlo a la tierra prometida. Dios se revela como señor de la historia, superior a todos los reyes y emperadores y por encima del reino natural. Pero, al mismo tiempo, la liberación no se realiza directamente por su mano, sino a través de seres humanos, tan humanos, falibles y a veces tan vacilantes como Moisés y su hermano Aarón. Es decir: Dios escribe la historia, pero la escribe con manos humanas. El Ser divino y el ser humano se convierten en cooperadores.

Moisés


Moisés, la figura más importante del Antiguo Testamento, es un personaje que despierta pasiones y controversias. Como los mismos hechos que protagoniza, su existencia es puesta en tela de juicio por unos y sostenida como real por otros. Creo que una posición razonable es pensar que, efectivamente, existió un líder que guió a unas tribus semitas en un momento de su historia, y cuya memoria perduró en el pueblo. Debió ser lo bastante significativo como para que los autores bíblicos hayan construido un monumento literario entorno a su persona. Pero también hay que pensar que el personaje está dibujado con tintes épicos y su historia recubierta de un halo de leyenda.

Veamos los aspectos literarios del personaje:
  • Su nacimiento y abandono en las aguas del Nilo. Recuerda al de muchos personajes de la antigüedad. Sargón de Babilonia, se cuenta, tuvo un nacimiento azaroso, fue abandonado en una canastilla en el río y pasó una infancia similar.
  • Su vocación: el bello episodio de la zarza ardiendo. Sigue el guión de la típica vocación de un profeta: signo sobrenatural ―el fuego, presencia de Dios―, llamada, objeciones y reparos del hombre, respuesta de Dios y encomienda de una misión.
  • Su relación con Dios. En varias ocasiones se habla de Moisés como el único hombre que habla con Dios de tú a tú, y se relatan sus diálogos con él. Es amigo, interlocutor de Dios, mediador entre él y su pueblo. Todo esto lo define como profeta excepcional, pues nadie puede mirar a Dios a la cara sin morir.
  • Sus hazañas. Posiblemente los episodios que narran batallas ―contra Amalec y otros pueblos― están embellecidos y engrandecidos para servir a los propósitos de los redactores bíblicos.
  • El discurso del Deuteronomio tampoco fue pronunciado por él: recoge unas enseñanzas muy posteriores, basadas en el Éxodo pero también en la experiencia de la monarquía y el exilio. Se utiliza la figura de Moisés como orador para dar autoridad al contenido del texto.

Ahora veamos algunas pistas que sugieren una existencia real de Moisés:

  • Moisés es un nombre egipcio. Es la desinencia de nombres como Ahmosis, Tutmosis o Ramsés, y simplemente significa nacido de. ¿Por qué elegir un nombre así para el fundador del pueblo israelita?
  • Se casa con una extranjera, algo mal visto en muchos pasajes bíblicos.
  • Mantiene una relación amistosa con los madianitas, enemigos atávicos de Israel.
  • Muere fuera de la tierra prometida, este es uno de los grandes misterios del relato bíblico, que no da una explicación concluyente. Si fuera un héroe inventado, lo más lógico es que culminara su proeza y entrara en la tierra.

¿Quién fue, en realidad, Moisés? ¿Egipcio de adopción, esclavo fugitivo, guerrillero, mercenario, profeta, místico…? Quizás todas estas cosas, y quizás de forma mucho más humilde. Pero lo cierto es que su vida dejó un rastro, y los autores bíblicos terminaron de modelar al personaje añadiéndole un significado especial.

Aún cabría preguntarse por qué, entre todos los personajes que jalonan la historia de Israel, los autores bíblicos eligieron a Moisés como portavoz y líder fundador del pueblo. ¿No hubiera sido mejor escoger a un juez, a un sacerdote o a un rey?

Aquí es donde conviene situarnos en la perspectiva de estos redactores ―el exilio tras el derrumbe de la monarquía― y comprender que no podían fundamentar su historia en personajes e instituciones que han caído estrepitosamente, sino en algo más sólido y anterior al reino. Así, encontramos que:
  • Moisés es un personaje que pertenece al desierto, no a la tierra. Desierto puede leerse también como destierro, lugar de transición, de prueba.
  • No es un rey, sino un profeta. Esto significa que la salvación en Israel no viene de la monarquía, sino de los profetas que, en última instancia, se hacen eco de la voz de Dios.

Jean Luis Ska dice que el Moisés bíblico es un gigante que esconde al Moisés histórico. Sea como sea, el uno no existe sin el otro, y ambas dimensiones conforman el perfil de una de las figuras más ricas y complejas que aparecen en las páginas de la Biblia.

Un pulso de poder


En el relato de las plagas y el regateo de Moisés ante el faraón ―Deja salir a mi pueblo; No conozco a tu Dios, no lo dejaré salir hay una pugna, un pulso tenso, entre dos antagonistas: Dios y el faraón. El Éxodo contiene una profunda reflexión sobre la libertad y la dignidad humana, pero también sobre el poder y sus límites. El faraón personifica el poder humano que se endiosa y se quiere erigir como absoluto, dueño del mundo y de las personas. Dios, con su poder y sus signos ―las plagas― demuestra que el verdadero señor de la naturaleza y de la historia es él.

Este es el sentido de la famosas diez plagas, basadas en fenómenos naturales que debían ser corrientes en el valle del Nilo ―langostas, ranas, aguas turbulentas por la crecida, mosquitos, peste…―. La última plaga, la muerte de los primogénitos, tiene un significado religioso: Dios es, también, señor de la vida y de la muerte, y solo él puede disponer de las vidas humanas. Por otro lado, es una réplica de Dios al faraón: tú has esclavizado a mi hijo, Israel, y no lo quieres dejar marchar; así que ahora yo quitaré la vida a tu hijo.

Finalmente, el faraón deja que los hebreos salgan a adorar a Dios al desierto. Pero la historia no termina aquí…

El ángel de la muerte


El ritual de la Pascua, celebrado en la premura de una víspera crucial, es otro momento tenso del relato. Aquí se unen varias tradiciones que la narración recoge para explicar el origen y el sentido del rito. Por un lado, tenemos la tradición pastoril, de sacrificar las primicias del rebaño para atraer el favor divino. Por otro, los rituales agrarios de la cosecha, ofreciendo frutos de la tierra como acción de gracias a los cielos. En el pan ázimo y el cordero sacrificado se unen ambos cultos, agrario y nómada, pero con un significado nuevo. Ya no es un ritual propiciatorio de los dioses, ligado a los ciclos estacionales, sino el recordatorio de un momento histórico real, que marca el inicio de la liberación del pueblo.

La palabra Pascua en hebreo es la misma que designa el hecho de pasar de largo. El ángel de la muerte pasa de largo por las casas hebreas; el pueblo sometido se dispone a pasar, a salir de su opresión.

En el Mar de los Juncos


Cuando los israelitas llevan ya varios días de marcha por el desierto, el faraón envía su ejército a perseguirlos para traerlos de regreso. Es entonces cuando Dios se manifiesta visiblemente ante el pueblo. La Biblia utiliza dos imágenes místicas: la nube de día y la columna de fuego de noche. Todo son tropiezos para la tropa egipcia: se les encallan las ruedas de los carros, la  confusión reina en su campamento… Pero siguen adelante, y la tensión aumenta. Por fin llegan ante el mar. Dios ordena a Moisés que extienda su bastón y abre un camino entre las aguas. Los israelitas pasan a pie enjuto y los egipcios se lanzan en su persecución. Cuando el último hebreo ha llegado al otro lado, las aguas se cierran de nuevo sobre el ejército del faraón, ahogándolo por completo. La tropa queda exterminada.

Esta hazaña portentosa y espectacular muestra la intervención directa de Dios mediante el dominio de las aguas ―reminiscencias de las aguas primigenias y de las batallas cósmicas de los mitos creacionales―. En el Génesis, Dios crea un mundo a partir de la separación de las aguas. En el Éxodo, nace un pueblo tras el paso entre dos murallas de agua embravecida.

Este relato, como el de la Pascua, también reúne varias tradiciones distintas. Algunos autores (J. Collins) hablan del mar y las aguas como metáfora de la angustia, tal como se refleja en diversos salmos. El ejército ahogado y el canto de victoria pueden aludir a una fuga con escaramuzas por un terreno pantanoso, que termina con una derrota de los perseguidores. La imagen de Dios triunfante sobre las aguas evoca los mitos asociados al dios Baal, que tras una batalla acuática se erige en cabeza del panteón cananeo, desplazando al viejo dios El. Michael Coogan estudia la relación entre la épica yahvista y la épica de Baal, y sus muchas similitudes. Posiblemente los autores bíblicos adoptaron himnos y cánticos de este dios cananeo para aplicarlos a Yahvé liberador.

El pueblo, ante el prodigio, estalla en cánticos de alabanza: ¡están salvados! El texto incluye aquí unos fragmentos que son, quizás, de los más antiguos de la Biblia, recogidos de la tradición oral. Se trata de los versos finales del capítulo 15 del Éxodo, el llamado Canto de Miriam o Canto del Mar. La hermana de Moisés, también profetisa, toma un tamborín y entona un cántico. Las mujeres salen cantando y bailando tras ella:

Quiero cantar a Yahvé,
que se ha cubierto de gloria;
ha arrojado al mar
caballos y caballeros. (Éx 15, 21)

¿Dónde está el Mar Rojo de la Biblia?


¿Hazaña simbólica o paso real? El relato es básicamente teológico, pero los estudiosos han invertido mucho esfuerzo en averiguar qué mar es este del que habla la Biblia. Hay hipótesis varias. Aquí voy a reseñar las tres más conocidas.
  • El Mar Rojo es, efectivamente, el Mar Rojo que conocemos hoy. El nombre viene de la versión griega de la Biblia, la de los LXX, que dice Mar Eritreo, es decir, Mar Rojo, y así fue traducido en las versiones latinas posteriores. Los autores que apoyan esta hipótesis dicen que es probable que Moisés tomara la ruta desde Gosén hacia el sur, para evitar las rutas del norte hacia Canaán, más transitadas por el ejército egipcio, y así dar un rodeo. La espectacular hecatombe que se tragó a los egipcios pudo ser una gran marea, una especie de tsunami.
  • Este mar es el Mar de los Juncos. Y no se trata del mar, sino de uno de los lagos amargos que se encuentran al sudeste de la antigua tierra de Gosén, entre el Delta y el desierto del Sinaí. Esta hipótesis se sustenta en la versión hebrea del texto bíblico. El nombre del mar es Yam Suf. Yam es mar; suf es la misma palabra que designa juncos y que aparece cuando se relata que la canastilla de Moisés fue depositada entre los juncos de la ribera del Nilo. Si el escenario de Éxodo 14 fue el Mar de los Juncos, la ruta seguida por los hebreos iría hacia el desierto de Shur, en el centro de la península del Sinaí, aunque luego pudieran virar hacia el sur… o hacia el norte. Puede encajar bien con el itinerario descrito en la Biblia, aunque la ubicación de los lugares es incierta.
  • Una teoría que ha provocado mucha controversia es la sostenida por Ron Wyatt y otros aventureros y exploradores. Según ellos, el Mar Rojo es el golfo de Akwaba, entre Arabia y la península del Sinaí, y aseguran que bajo las aguas hay una barrera coralina que antaño estuvo expuesta, y por la que los israelitas pudieron huir a pie, cruzando el estrecho. La persecución de los egipcios se dio a lo ancho de toda la península del Sinaí hasta el mar. Allí, tras cruzar, los israelitas se internaron en el desierto de Madián. El Sinaí bíblico no estaría, pues, en la península egipcia, sino en la actual Arabia, en el llamado Jebel-al-Lawz. Esta hipótesis ha sido fuertemente rebatida. Tiene muchos atractivos, pues intenta dar explicación a los detalles textuales del relato bíblico, pero falla ante un análisis riguroso histórico y científico.

Aquí hay una explicación sobre la polémica del nombre Mar Rojo

Aquí, una defensa vigorosa de la tercera hipótesis, la del Sinaí en Arabia:

Y un vídeo que la rebate:

Artículo bastante riguroso de Gordon Franz sobre la hipótesis:

Lo que opinan desde el sitio Bible Archaeology:

¿Dónde está el Sinaí?

En el desierto


El desierto no es solo un lugar físico de camino hacia, sino un lugar teológico y espiritual. Es el lugar de prueba, de transición, el lugar del «todavía no». Refleja perfectamente las condiciones de precariedad y provisionalidad de un pueblo exiliado que añora regresar a su hogar.

Los relatos del Éxodo y del libro de los Números sobre la marcha del pueblo israelita en el desierto nos muestran las dificultades y conflictos propios de una comunidad humana que sobrevive en condiciones adversas. Hay diferentes opiniones, diferentes actitudes ante el opresor, diferentes vías de salida. No faltan quienes añoran las cebollas de Egipto…

¿Dónde está el Dios protector y benefactor? Allí, nos dice el relato, con ellos, en marcha por el desierto. Alimentándolos cuando padecen hambre y dándoles agua cuando tienen sed.  Los milagros de las fuentes, las codornices y el maná tienen una base real: en el desierto hay manantiales y oasis, plantas que segregan sustancias azucaradas algodonosas y a veces se pueden captar bandadas de aves migratorias. Leyendas locales de viajeros y nómadas pudieron proveer el material para narrar estos episodios cuyo fin es alentar la esperanza del pueblo sin tierra.

Pero, junto a esta presencia del Dios providente, encontramos la rebeldía del pueblo. No es para menos: las estrecheces provocan el descontento y la protesta. El episodio más célebre de esta rebeldía es el del becerro de oro (Éxodo, 32).

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